Por Jorge Sánchez*
Ni un verde que me enamore,/ ni un azul que me
apacigüe./ Tú dices cebada colorina, yo aromo
negro. (Malú Urriola).

Si pensamos los usos de la fotografía vemos que la mirada ha sido normada por aparatos de poder hegemónicos. Ya desde el siglo XIX las instituciones policiales y médicas impusieron poses fotográficas específicas a los ladrones, prostitutas, locos, mujeres, niños, enfermos, sanos, vagabundos. Violencia visual que, avalada por el estado, enseño a realizar dichas poses y además a leerlas a partir de discursos oficiales que se basan en la escritura, resuena así la “necesidad colonial de dominar lo visual mediante la escritura”, que enuncia Nicholas Mirzoeff (2003).
De este modo dos son las insolencias que comete el proyecto la luz que me ciega frente a la visión hegemonizada. Por un lado rompe con el reinado de la escritura, y a la vez triza el “buen mirar” enseñado por los discursos oficiales.
La escritura se ve despojada de su moderna capacidad de reflejar o patentar verdades. Ya sea en la exposición del MAC, donde se proyectan los poemas con una escritura a ratos ilegible, deformando los significantes ilustrados para hacer ebullir significaciones otras donde son las fotografías las que contextualizan los significantes de una escritura que se halla a medias. Y a la vez en el texto, la sujeto de los poemas, que construye Malú Urriola, apela constantemente a una oralidad mas que a un código escritural normado, la letra no sirve para estos sujetos, sus verdades no se hallan en los alfabetos: “las palabras resplandecen por eso no puedo leer./ Las letras las veo a pedazos,/ partes veo./ No sé lo que dicen./ Las escucho como un pájaro,/ inclinando la cabeza” (28).

Por otro lado, las poses y las indicaciones del buen mirar se ven sacudidas por el texto. Si las imágenes familiares han respondido a la constitución de la vigorosidad, historicidad e higiene de los sujetos que construyen la modernidad, en el libro la familia se construye en poses incompletas. En este sentido, algo pasa en el lector que “ve”, algo hiere o “punza” como menciona Barthes. Esto sucede en parte ya que la mirada de los integrantes de la familia, no apuntan al disparador de la cámara, su mirada se pierde insolentemente, no “miran al pajarito”, no sonrien, su pose es monstruosa al no caber en ninguna de las aprendidas durante los ya casi dos siglos de fotografía, y nos cuesta reconocernos en ellos.
Sin embargo, es dicho extrañamiento, y el espacio, captado en la constante mezcla de luces y sombras, que se da cuenta de un contraste invisibilizado por los discursos occidentales, ya que acá, en el texto, se patenta la ruina: cementerios, trizaduras, soledades.Visualización omitida por los compendios de imágenes hegemónicas.
Así, a final de cuentas el texto nos evidencia la aparente paradoja,en la cual los que al parecer no ven, o ven mal, nos permiten, a nosotros los “normales” ver más allá. Lo que en un principio se revela como una mirada lejana, ajena a nuestro vivir, nos acerca a nuestra precariedad y finitud.
La luz que me ciega.
Paz Errázuriz, Malú Urriola.
2010.
*Docente de la Universidad de Santiago de Chile.
http://librosdementira.com/la-mirada-insolente-la-luz-que-me-ciega/
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