lunes, 17 de enero de 2011

Exposición "La luz que me ciega"



De Paz Errazuriz y Malú Urriola. Una obra co-autoral donde se mezclan la fotografía, el video documental, el videoarte digital, la música y la escritura poética para reflexionar y cuestionar el tema de la mirada, sus alteraciones y su eventual pérdida, en el marco de una sociedad bombardeada por la imagen como espectáculo.

Este trabajo se inspira en un grupo de personas que sufren de una enfermedad genética congénita llamada acromatopsia, que consiste en ver en blanco y negro; dentro de cuya visualidad el concepto de gris no sólo no existe, sino que es tan irreal como el resto de los colores.

Es un proyecto de transdiciplinariedad e interacción multimedial para obtener una obra de carácter experimental y co-autoral, que plantea una pregunta de múltiples respuestas: ¿qué se ve, cuándo se ve?

Hasta el 23 de enero de 2011
MAC - Parque Forestal
Nivel 1
Martes a sábado de 11:00 a 19:00 horas
Domingo de 11:00 a 18:00 horas

¿Qué vemos cuando vemos?

 
La fotógrafa Paz Errázuriz y la poeta Malú Urriola visitaron el pueblo El Calvario, en la VI Región, para documentar la historia de una familia que sufre acromatopsia y ve en blanco y negro. A través de la fotografía, el video y la poesía, las artistas reflexionan sobre el complejo asunto de la mirada. 

Por Catalina Mena / Fotografía: Paz Errázuriz 


paz1

Bajo el título La luz me ciega, el montaje de la fotógrafa Paz Errázuriz y la escritora Malú Urriola, articula una lectura profunda y conmovedora sobre la mirada. El acto de ver, aquí determinado por la genética, se despliega hacia la fisiología, la historia personal y lo cotidiano para llegar a la pregunta clave de la fotografía y de toda forma de arte visual: ¿qué vemos cuando vemos?

La realidad documentada en la muestra –que hasta fines de enero se exhibe en el MAC–, sigue la línea investigativa de la obra de Errázuriz: acercarse a seres marginalizados para resituarlos desde una perspectiva que defiende la diferencia. Esta vez la elección es más sutil y específica. Si antes fueron los travestis, los circenses o los alacalufes, ahora se trata de un mundo más pequeño y clausurado: una familia.


paz2

Su tipo de marginación no sólo está dado por circunstancias sociales y culturales –son de escasos recursos y viven apartados de los centros urbanos– sino que enfrentan una condición biológica. No distinguen colores y, en algunos casos, tampoco perciben los contornos. A diferencia de la mayoría de las personas que ven gracias a la luz, a ellos la luz los ciega. Esta anomalía aparece como una especie de castigo arcaico: sus antepasados se han casado y han tenido hijos entre parientes cercanos. Ahora sólo quedan dos jóvenes huérfanos que, en la desolación de una casa silenciosa, se ocultan del sol para narrar la historia de sus ojos enfermos. Las imágenes, editadas en video por Carolina Tironi, son impactantes: el espacio es correlato del abandono de los protagonistas que lo habitan. Las fotos de Paz Errázuriz introducen con potencia en la atmósfera natural y emocional donde se desenvuelve esta singular historia. Realizando un contrapunto respecto del blanco y negro que condena la mirada de sus protagonistas, Errázuriz muestra, por primera vez, fotografías a color.
Aún así, el clima de la obra sostiene e intensifica la sensibilidad que la caracteriza: son fotos austeras, que penetran en el misterio emocional de las cosas. Los textos de Malú Urriola –que se proyectan en una pantalla y se recitan en los videos– son también muy impresionantes. La escritora asume la voz de los protagonistas, como si la poesía pudiera decir lo que ellos no pueden, no saben o no quieren.

DESPLEGADA EN EL MAC DEL PARQUE FORESTAL HASTA EL 23 DE ENERO, LA LUZ QUE ME CIEGA ES UNA MEZCLA DE FOTOGRAFÍA, VIDEOS Y TEXTOS QUE REFLEXIONAN SOBRE LA ACROMATOPSIA QUE PADECE UNA FAMILIA DE EL CALVARIO, EN LA VI REGIÓN: VEN SÓLO EN BLANCO Y NEGRO. 

paz3

La mirada insolente: la luz que me ciega

Por Jorge Sánchez*
Ni un verde que me enamore,/ ni un azul que me
apacigüe./ Tú dices cebada colorina, yo aromo
negro. (Malú Urriola).

Michel de Certau habló de “un crecimiento cancerígeno de la visión”, su enunciado refiere a la sobrepoblación de imágenes que habitan en las sociedades occidentales, las que carcomen toda posibilidad de reflexión. Si bien me parece, en parte, lúcida la afirmación de autor, prefiero pensar que existe un crecimiento cancerígeno de una forma de visualización, es decir de una única forma de interpretar y captar lo visto, que unifica poses, lecturas y elementos que se pueden mirar. El problema no se halla en la multiplicidad de visualidades, o los actos de ver, sino que en la unificación de estas.
Es desde dicha tensión, visión normada / visión otra, que pretendo pensar al reseñar el texto, editado en Dicembre del 2010: la luz que me ciega, de Paz Errázuriz y Malú Urriola. Libro que es más que un libro, ya que se plantea en una producción multimedial: poesía, fotografía, video documental, música; que se expone tanto en el MAC,  como en un objeto – libro. Dicha producción se centra en los hermanos Deidania y Juan Pino Pino, habitantes de El Calvario. Lo particular de ambos es que tienen acromatopsia, que se traduce en que solo ven en blanco y negro. A partir de dicha situación, Paz Errázuriz y Malú Urriola, reflexionan sobre el mirar, las posibilidades de representación y la enfermedad, en una mezcla entre la visualidad de las fotografías de Paz Errázuriz y los poemas de Malú Urriola.
Si pensamos los usos de la fotografía vemos que la mirada ha sido normada por aparatos de poder hegemónicos. Ya desde el siglo XIX las instituciones policiales y médicas impusieron poses fotográficas específicas a los ladrones, prostitutas, locos, mujeres, niños, enfermos, sanos, vagabundos. Violencia visual que, avalada por el estado,  enseño a realizar dichas poses y además a leerlas a partir de discursos oficiales que se basan en la escritura, resuena así la “necesidad colonial de dominar lo visual mediante la escritura”, que enuncia Nicholas Mirzoeff (2003).
De este modo dos son las insolencias que comete el proyecto la luz que me ciega frente a la visión hegemonizada. Por un lado rompe con el reinado de la escritura, y a la vez triza el “buen mirar” enseñado por los discursos oficiales.
La escritura se ve despojada de su moderna capacidad de reflejar o patentar verdades. Ya sea en la exposición del MAC, donde se proyectan los poemas con una escritura a ratos ilegible, deformando los significantes ilustrados para hacer ebullir significaciones otras donde son las fotografías las que contextualizan los significantes de una escritura que se halla a medias. Y a la vez en el texto, la sujeto de los poemas, que construye Malú Urriola, apela constantemente a una oralidad mas que a un código escritural normado, la letra no sirve para estos sujetos, sus verdades no se hallan en los alfabetos: “las palabras resplandecen por eso no puedo leer./ Las letras las veo a pedazos,/ partes veo./ No sé lo que dicen./ Las escucho como un pájaro,/ inclinando la cabeza” (28).
Por otro lado, las poses y las indicaciones del buen mirar se ven sacudidas por el texto. Si las imágenes familiares han respondido a la constitución de la vigorosidad, historicidad e higiene  de los sujetos que construyen la modernidad, en el libro la familia se construye en poses incompletas. En este sentido, algo pasa en el lector que “ve”, algo hiere o “punza” como menciona Barthes. Esto sucede en parte ya que la mirada de los integrantes de la familia, no apuntan al disparador de la cámara, su mirada se pierde insolentemente, no “miran al pajarito”, no sonrien, su pose es monstruosa al no caber en ninguna de las aprendidas durante los ya casi dos siglos de fotografía, y nos cuesta reconocernos en ellos.
Sin embargo, es dicho extrañamiento, y el espacio, captado en la constante mezcla de luces y sombras, que se da cuenta de un contraste invisibilizado por los discursos occidentales, ya que acá, en el texto, se patenta la ruina: cementerios, trizaduras, soledades.Visualización omitida por los compendios de imágenes hegemónicas.
Así, a final de cuentas el texto nos evidencia la aparente paradoja,en la cual los que al parecer no ven, o ven mal, nos permiten, a nosotros los “normales” ver más allá. Lo que en un principio se revela como una mirada lejana, ajena a nuestro vivir, nos acerca a nuestra precariedad y finitud.
La luz que me ciega.
Paz Errázuriz, Malú Urriola.
2010.

*Docente de la Universidad de Santiago de Chile.

http://librosdementira.com/la-mirada-insolente-la-luz-que-me-ciega/

Trabajo de registro La Luz que me ciega 2


















Trabajo de registro La Luz que me ciega











jueves, 13 de enero de 2011

La luz que me ciega, texto de Francisco Brugnoli

La luz que me ciega.
Paz Errázuriz. Fotografa .
Malú Urriola. Poeta.

La luz que me ciega, es el nombre de un ejercicio transversal de las dos autoras, transversalidad significa cruce entre saberes o disciplinas, entre campos de interés o territorios diversos. Una salida del propio, creando una instancia de encuentro que ya no pertenece a ninguno en particular, un abandono necesario para el encuentro con el otro
El lugar del encuentro genera, en este caso un video de paradojal color, con algunas esporádicas imágenes en blanco y negro, llevado a veces hasta el contraste extremo de “foto quemada”, ese que corta la percepción del relieve, reduciendo todo a un plano, desde allí pestañea Deidamia , (¿donada de dios?) , hablándonos de su historia y del fragmento de mundo que le fuera entregado, pero también de esa ventana a un otro mundo, que las autoras nos plantean como visto desde una distinta posibilidad del que veríamos nosotros, los también otros. El video, como encuentro de las autoras entre ellas, como imagen y palabra, con el extraño mundo de esta hablante encontrada.
Deidamia comparece frente a nosotros desde las texturas de su casa de barro y sus pies también muestran, ante la irregularidad del camino y la luz del día, un andar de pasos cortos, exponiéndonos su espalda torcida, impulsando solo una parte del cuerpo, como la de quien avanza tímida o disimuladamente por un territorio desconocido, ella comienza realmente a ver cuando el cielo se oscurece, impidiendo primero la visión del color y luego, para nuestro natural progresivo dejar de ver, el ingreso al mundo de las sombras. ¿Entonces es posible una hegemonía del ver desde los que no ven la oscuridad, siendo la sombra justamente el lugar del presentimiento, del deseo de ver más? Entonces la validez de la metáfora planteada, si el ver nos hace del mundo, ¿existe solo un mundo o tantos según sea nuestra capacidad de ver? Los campesinos, en aquellos predios que aún se riegan por acequias, suelen hacerlo de noche, escapando de la secante luz del sol, aprovechando así mejor el agua y teniendo la experiencia de la oscuridad, lugar de la sugerencia provocadora de la imaginación y la leyenda, que tanto interesa a los estudios del arte en general.
La fotógrafa toma la posibilidad de Deidamia, haciéndola propia desde el mundo de las texturas, asperezas y arrugas, un mundo de otros códigos, heredados de una estirpe de sencillas cruces blancas en el cementerio del pueblo. La poeta, tomando la voz de esta dice “la vida ha hecho lo que ha querido conmigo”, pero por el relato, ella, Deidamia, también ha construido una vida, cuya diferencia la hemos construido nosotros.
Deidamia, habla con una voz que de pronto lanza tonos agudos que hieren nuestros oídos, como también lo hace el canto de un pájaro, la poeta dice “los pájaros paran delante de mí y prácticamente no los veo”. Esa voz aguda y ese grito del ave, nos hieren los oídos tal lo hace la luz en los ojos de Deidamia, cuyo pestañear constante nos recuerdan esas películas primeras de cine mudo, donde la secuencia de cuadros por minuto ponía en evidencia el mecanismo de su paso por el lente, paso de la luz cuyo blanco hiere también a nuestros ojos. La primera fotografía nos obligaba a un esfuerzo para reconocer la impronta que dejaba el recorte de los techos frente a la ventana de Niépce, fue después que los emulsionados químicos nos permitieron ver los grises de la gradación fundamental para la percepción del relieve, el color vendría mucho después. Al mundo de Deidamia no pertenecen los grises ni los colores en la escala cromática que vemos los otros, su retina carece de los foto receptores del color y carece de la percepción de grises, su mundo es de contrastes, el nuestro suaviza todo, ¿Esto autoriza la hegemonía de nuestra mirada? ¿Nos hace más suficientes? ¿Más tolerantes? “No tengo más hogar que este silencio en penumbras, balbuceando a solas con el viento”, dice la poeta. Tres fotografías en blanco y negro, únicas en el conjunto, nos muestran paisajes ásperos y deshabitados, buscando, provocando, la inmersión de nuestra mirada.
Un concepto fundamental nos instala esta obra, necesario para habilitación de su la lectura: la posibilidad de otras formas de ver y por tanto de otras posibilidades de mundo, cuyas vías de acceso se darían en el espacio de la sombra, en lo no habitado o en lo excluido, vías propias para la producción de arte actual, vías del límite de lo consabido, zona riesgo necesaria que también definen la legitimidad en un espacio dedicado a su exhibición pública, el territorio incierto en que justamente opera nuestro Museo.

Francisco Brugnoli.
Director
Museo de Arte Contemporáneo.
Diciembre, 2010

lunes, 3 de enero de 2011

La Luz que me ciega compuesta por Michele Espinosa

EL ORACULO SE APROPIO DEL OJO


 
                            


      
En pequeños poblados, uno de ellos con el nombre elocuente de “El Calvario”, ubicado cerca de la localidad de Paredones, (también nombre elocuente que cita la imagen de gruesas paredes) en la zona centro sur de Chile, en medio de un territorio fundamentalmente agrícola, un conjunto de sus habitantes, experimentan, en sus cuerpos,  los cuerpos de sus antecesores. Los portan organizando un apretado nudo histórico, como si el tiempo se no fuese más que una mera repetición interminable de sí mismo.

Me propongo pensar aquí una “visión” (sigo el hilo del relato visual) inestable, conjetural, acerca del trabajo-video realizado por Paz Errázuriz y Malú Urriola, con la colaboración de Carolina Tironi. Una lectura que busca poner de relieve las conexiones  que suscitan el ojo y la mirada en el interior de la cultura, especialmente, la que proviene de la tradición literaria. Me interesa explorar el particular parpadeo de sus protagonistas (los dos jóvenes campesinos) como suspensión de una información crucial pero que, en la profusión de ese exacto parpadeo, es posible asumir que a la codificación orgánica se pueden anexar múltiples componentes simbólicos.

Me pregunté dónde se estableció el primer nudo, ese principio fundacional que desencadenó el “mal de ojo” que afecta a numerosos vecinos de los poblados.  Porque, entre el drama concreto de estos cuerpos, habría que tender un puente hacia producciones artísticas que elaboraron campos textuales o visuales para explorar en ellos el ojo y su condición fundamental. El ojo en tanto sede para establecer tejidos sociales y afectivos.

Como cuerpos “excepcionales”,  los protagonistas de estas presencias  singulares y minoritarias, viven sus (difíciles) vidas, pero también sus existencias están allí para revivir un momento confuso o complejo en que la norma hubo de castigarlos  de manera visual.

Busqué asociar esos cuerpos “culturalmente” a producciones simbólicas para así desplazarlos de su realidad más concreta. Quise también incrementar literariamente sus biografías como una manera de traspasar el silencio y la cuota de abandono en que transcurren. No pude sino pensar que ese abandono social podría entenderse como la ceguera de un grupo considerable de vecinos “sanos” que no quisieron ver ni menos comprender la cegazón de una familia -ya no se sabe cuál, ni es posible determinar cuándo se precipitó el inicio del mal-  sí, el mal de una familia, digo, que emprendió un camino que iba a dejar una huella orgánica imborrable y perpetua que poblaría ambiguamente los cuerpos y la  historia más íntima del lugar.

No se sabe cuándo empezó este relato que ahora, los últimos protagonistas, deciden actuar frente a una cámara para re-producir ese momento primigenio que parece clausurarse justamente porque ya ha sido documentado o escrito en esta nueva tecnología: el libro visual. El relato de cuerpos provincianos que, en un minuto, en un tiempo impreciso, desanudaron los deseos más controlados por las normativas.  Después de la ruptura dieron a luz una genética propia que extendió hasta el paroxismo el signo de lo que parece un castigo.  O quizás, a través de los ojos, se expresó, a lo largo del tiempo, un reconocible signo trasgresor familiar que quiso mostrar ejemplarmente el costo de la ruptura del tabú más universal y estable.

Actúan frente a una cámara que los funda como tragedia, pero que también los devela como irrenunciablemente vivos, humanos. En ese choque temporal donde se reúne una antigüedad que no se puede dimensionar junto a una tecnología que necesita  desesperadamente de la imagen para congraciarse con lo que marcará la velocidad del futuro, los jóvenes protagonistas comparecen frente a la cámara para conformar un reconocible archivo que contiene lo que vela el territorio para no atormentar al aparato social. 

La cámara se deja caer sobre estos jóvenes y los convierte en dilemas, en cifras. El efecto de la cámara vuelve sus rostros tremendamente elocuentes y precipita ese momento en que el asombro ante la existencia humana rompe la naturalización con que aceptamos la norma.

Nada parece completamente finito. Detrás de un paisaje que carece de un aura propagandística, fuera de los catálogos del turismo y de la belleza, se aloja lo inesperado. En un alejado paisaje rural, en el extremo sur del mapa americano, ocurre el acto de ese ojo que nos convoca y nos impulsa precisamente a abrir los ojos para comprender que la condición humana y los hitos literarios ya han establecido sus paralelas irrenunciables.

La escritura de un hito o de un mito no cesa de fluir, está allí, todavía parapetada en ese borde que parece no terminar nunca. La literatura nos asalta y se rescribe de manera permanente en la historia de cada uno de los porvenires.  En cierto modo ni termina ni cambia. Independientemente de las agitadas tecnologías o la manera en que nunca ha cesado la explotación masiva de la población del mundo, el pensamiento plagado de deseos y preparado para la sublevación de los pactos sociales, no deja de impactar por su renuencia al acatamiento. Las advertencias y cada una de las leyes punitivas parecen estar allí para ser no sólo desobedecidas sino además pulverizadas por las prácticas de ciertas  minorías indomables. Pero la literatura escribió hasta los más ínfimos pormenores de cada insurrección y de las marcas que han dejado las heridas.

Sin embargo la ley es la ley y se mide consigo misma.

El peso de la ley con la que se han investido las sociedades para otorgarse solemnidad y permanencia, termina por aplastar las revueltas. La ley se erige para impedir un desorden crónico que podría explosionar las bases de los entendimientos con que las diversas cúpulas dictaminan los acuerdos desde los que manejan el orden del mundo.

La ley es la ley.

Y en el parpadeo de los jóvenes que asoman gracias al poder que les otorga la cámara está impresa una desobediencia. A la ley.          

Tal como si el designio fundador de la cultura no hubiese sido advertido, estos jóvenes parecen modular con un tono definitivo (emulando una partícula de Edipo) la negación del color en la mirada. O más bien se encarna en ellos una mirada única, singular, que se resta al  color y únicamente se permite explorar la incomodidad del exceso de luz o la relativa paz de la penumbra.

Sus  miradas arcaicas los someten a una forma de tonalidad desoladora que los dioses inscribieron para siempre en sus biologías. Una forma de pesar o una cita a una escritura anterior, una cita a ese Edipo, el más antiguo de todos, aquel que quiso esquivar el inamovible designio que le dictaminó su Oráculo y que le resultó completamente aberrante pero que, en la locura de una huída que quebraba el pacto en que habitaba, lo llevó directamente al escenario que ya había sido advertido por la furia de unos dioses que no eran proclives a la conmiseración.

La ceguera de Edipo lo antecedía cuando no entendió o no quiso entender que las pulsiones eran ciegas, que la vida entera se iba a precipitar en un instante que ya estaba impreso en su deseo o en el deseo de su deseo. Pulsiones encarnadas en Edipo que quizás ensoñó una mirada que sólo podía expandirse en la penumbra más privada de una alucinación repetida. Siguió obsesivamente un deseo carente de fronteras que, más adelante, en una hora que no pudo sino ser infausta, lo llevó a atentar contra sus ojos  como una forma muy radical de liberación. De liberación de su propia mirada. Liberación de la culpa de un acto del cual, en una de sus partes, se sentía completamente inocente y, aún más, gozoso.

Edipo trazó la ruta más biológica en sus hijos culturales, justo cuando ya había construido su monumento al pesar humano ¿Qué hacer con un hijo ciego? Esa es la pregunta que recurrentemente la cultura se esmera en reparar ¿y qué hacer con el hijo de Edipo que no puede ver más o no puede sino repetir el oscuro parpadeo de sus pulsiones?

Edipo escribió con su nombre y su ceguera lo que todavía no había sido escrito. Puso por escrito el ojo. Ese mismo ojo que muchísimos siglos después George Bataille quiso volver a pensar por escrito, en su  “Historia del Ojo” dotándolo de una estética compleja y abstracta. O ese ojo que Buñuel y Dalí, en “El Perro Andaluz” se esmeraron por liquidar hasta su anulación mediante el insoportable y exhaustivo corte que copaba las pantallas.

Pero el ojo fundacional de Edipo, el Rey indiscutido de la ceguera, sigue marcando no sólo el imperio del ojo o, quizás habría que decir, de los ojos y el rumbo del caos familiar. Como las mismas familias ya muy lesionadas, que en el interior de la localidad de Paredones, repiten con una monotonía que podría resultar exasperante su historia del dolor.

Un grupo humano, tan pero tan periférico que con su dolencia ya muy repetida no consigue conmover a la nación. Y no la conmueven porque en Paredones, existe un saber que no termina de modularse. Los secretos agrícolas parecen murmullos indeterminados que cruzan levemente las murallas. Son palabras que abren una cadena de significados muy amplios que no pueden ser completados más allá de lo que parece una secreta o quizás una infame conjetura.

En los cuerpos de los hijos de un Edipo provinciano, laten los secretos de una sociedad cuyo pasado no termina de cerrarse porque los jóvenes que parpadean con otro ritmo y a otra escala, están allí para testimoniar que Edipo se quedó durante mucho tiempo cuando emprendió un viaje sin retorno por esos pueblos para insertar una mirada familiar impropia que todavía resuena en las murmuraciones de una comunidad que sabe y que dice a medias aquello que parece innombrable.

        O Edipo llegó para quedarse refugiado en la soledad que habitó esos campos. Una soledad tan rigurosamente extendida que convirtió todos y cada uno de los deseos familiares en un universo  posible. Sin embargo, el signo más que elocuente de la mirada y su peculiar parpadeo, convirtió a los descendientes en un campo de expiación edípica.

Están enfermos de la mirada. Padecen el mal minoritario que consigna la historia médica del ojo. Ellos ven –por decirlo de alguna manera- de manera arcaica, en un blanco y negro que no puede ser ignorado. Blanco o negro. Ese fue el destino, el oráculo de sus vidas que todavía deja caer la misma letanía sobre el ojo.

Sin embargo en una época tecnológica, aparentemente posedípica, habría que pensar en otras correlaciones ¿Qué pasó en ese alejado lugar chileno ajeno a los juegos más sofisticados de poder?, un lugar marcado por las dificultades, allí, donde la modernización parece no haberse situado a plenitud.

Qué pasó, me pregunto, para producir estos descendientes lejanos de Edipo (en el más amplio sentido del término) dos jóvenes –el hombre ya no puede hablar- que a pesar de experimentar una realidad que resulta incomprensible o quizás demasiado cruel, sobreviven mientras ella canta (como los dioses) el triste relato de un drama idéntico al que habita. Canta una canción en la que relata nuevamente una tragedia similar a la que experimentó el viejo Edipo. Canta su incesto, todos los incestos. La permanencia dramática de lo que finalmente no pudo prohibirse en ella misma retomando la escena fundacional de sus ojos.

Medio ciega, de una ceguera que le fue adjudicada, se torna edípica toda ella. Mientras su hermano, más ciego todavía, más silencioso que nadie, calla lo que vio, apenas, en medio de un parpadeo que seguramente le provocó un sonido gutural de angustia o el único sonido posible, el más gutural de todos por el asombro ante su condición.

Vidas dramáticas, en el sentido más griego del término, pero sin el prestigio de los antiguos reinos muy cercanos a sus dioses y por esa cercanía, consiguieron que una escritura los nombrara y los convirtiera en monumentos culturales.

En la polis griega se estableció también una política del desastre. Esa política le dio estatuto a la antigüedad. Estatuto y gloria. Ahora los hijos más inesperados de Edipo (después que los dioses se retiraron) no tienen nada, nada más que el poder de la cámara que los tornó visibles en medio de un descampado para mostrarlos como el producto de la ceguera de sus padres y de los padres de sus padres alojados en el parpadeo incesante de su hija que canta como lo hizo la antigua poesía. El canto primero.

En el cementerio del lugar, los huesos familiares terminan sus procesos de purificación. La muerte los exculpa de sus excesos y cubre sabiamente los secretos que se llevaron a sus tumbas. Las flores de los visitantes, le rinden un curioso culto. La hija señala la distancia y la cercanía de su padre con su madre. Demasiado cercanos en sus vidas y vecinos en sus muerte. El cementerio acoge el período en que ya todas las pasiones se han consumido y sólo el tiempo se ensaña con los huesos pidiendo su destrucción definitiva con el fin de probar la mortalidad de los mortales y cumplir la profecía del polvo. El trabajo del exterminio  final de los huesos parece ser la última tarea que se propone la muerte y su largo proceso aniquilador sobre el que se precipitan los siglos.

Mientras la muerte realiza su trabajo con los cuerpos de los padres, sus hijos, que los han sobrevivido, reconstruyen sus vidas como los huérfanos que son. Vidas huérfanas marcadas por la dificultad para ver exactamente la dimensión del futuro que les espera. Dos hermanos huérfanos obligados a sostenerse a ellos mismos. Nadie quiere al hermano consigo, le pertenece a la hermana que se conduele por su obligación. Su hermano gestual, que está sumergido en esa casa que, a pesar de todo, ha sobrevivido a la muerte y a los conocidos problemas que les ocasiona la luz.   

Allí habita el drama contemporáneo, vive y se dispersa entre diversas oscuridades o lo ataca el exceso de luz. La hermana canta al lado de su hermano o quizás le canta a su hermano que está en otra parte, en otra parte de la vida, sumido en un silencio genético que corre celularmente por la pantalla. Su silencio total parece el designio más elocuente después de no se sabe cuántos años de existencia posedípica. Cuántos años que esa genética, esa particular costumbre por la cercanía más impropia se incubó en uno de sus últimos representantes del parpadeo mudo. El hermano resultó irreversiblemente estatuario.

Silente. Final. Su silencio y su ausencia rompen una cadena. Está afuera.
En él, con él, muere Edipo
En ese campo chileno –me refiero también a una porción de sentido- se generó una microcomunidad que muestra y demuestra en cuánto la familia sigue liderando la tragedia. Tal como en la antigua Grecia, todo lo que ocurre está allí en ese centro social: los nudos familares.

Los dos hermanos están allí para testimoniar la muerte de sus padres. Unos padres tan biológicos, tan terriblemente parecidos que tuvieron que morir frente a su hija para que ella finalmente accediera a un tipo de liberación, a una liberación parcial pues sigue prendida o prendada a un canto que resignifica la idea del eterno presente. Su canto, el canto que la presenta ante la cámara, representa, con su poética mexicana, la síntesis de un relato organizado por el infortunio de vidas que no sabían en cuánto estaban ya comprometidas. Vidas incestuosas.

Las casas campesinas parecen la mejor sede para conservar los secretos, su aislamiento es proclive a una privacidad que ya la ciudad no puede permitirse. Pero en los pueblos de la localidad de Paredones, en un siglo signado por la trasparencia, sus “paredes” finalmente se abrieron por fin a la cámara para mostrar el hilo trágico de un pasado que se expresó de manera genética para evocar simbólicamente a Edipo que parece una de las figuras más ejemplares para pensar la conexión entre tiempo y repetición. Para pensar la familia como uno de los destinos más complejos depositados en un alucinado y complejo  Oráculo.
        

Diamela Eltit
             

Ficha Técnina

poemas La Luz que me ciega

La luz que me ciega Paz Errázuriz y Malú Urriola




En La luz que me ciega convergen varias artes: La fotografía, el video documental,  el video arte digital, la música y la escritura poética para proponer una reflexión y poner en cuestión el tema de la mirada, sus alteraciones, su eventual pérdida en el marco de una sociedad bombardeada por la imagen como espectáculo. 

Los dispositivos plásticos y la poesía se integran en el trabajo La luz que me ciega, para articular una obra multidisciplinar cohesionada de interacción artística e interacción territorial que mezcla y tensa críticamente lo local con lo global desde una reflexión a dos voces sobre el sentido y el sinsentido del ver en la sociedad contemporánea.

Es un proyecto de transdiciplinariedad e interacción multimedial para obtener una obra de carácter experimental y co-autoral, que levanta una pregunta de múltiples respuestas: ¿Qué se ve, cuándo se ve?

Nuestro trabajo está fundado en un grupo de personas que sufren de una enfermedad genética congénita llamada acromatopsia, que consiste en ver en blanco y negro. Y dentro de cuya visualidad el concepto de gris no sólo no existe, sino que es tan irreal como el resto de los colores.

Por su parte la palabra, su posibilidad poética, funda un ámbito, el presentimiento de una ocultación, el momento de la emanación, como secreta experiencia del ser con el instante.

Las figuras de la visión y la ceguera, se encuentran como trasfondo de nuestro discurso. "El que mira -nos dice en este sentido Zambrano- es por lo pronto un ciego que no puede verse a sí mismo".

Esa ceguera es también la del lenguaje, de allí el hallazgo de la palabra poética, que propicie la visión y el asombro.

Este trabajo no pretende ser un ejemplo contundente de cómo personas con ciertas características ''no normales'' de visión pueden interactuar en circunstancias adversas y diversas. Por el contrario, nos preguntamos si ver en blanco negro será necesariamente una anomalía, una enfermedad sin cura, o es tan sólo “otra” forma de ver. 

La mayoría de las personas vemos en colores pero eso no garantiza que veamos del todo. Ni que seamos capaces de ver en tanto vemos.

La luz que se pre-supone que facilita el ver, a las personas que sufren de acromatopsia, los ciega. Estas diferencias son las que nos interesó hacer interactuar en nuestro trabajo. Para poner en cuestión el tema de la mirada: ¿Qué es lo que realmente vemos, cuando vemos?

Para ello se realizó un video documental realizado por Paz Errázuriz,  con ayuda de la artista digital Carolina Tironi. Se tomaron fotografías y retratos de los y las entrevistadas y su entorno. Pero también quisimos ir más allá de la representación y abordarlo también desde la poiesis.


El ojo es el órgano que detecta la luz, siendo la base del sentido de la vista.
El significado de este ver en blanco y negro va más allá de la propia enfermedad, (acromatopsia) convirtiéndose en una parábola del mundo en el que vivimos y de su sociedad.

Las imágenes y el texto poético que componen esta muestra están orientadas a incentivar esta reflexión en quienes la vean.

Ha sido para nosotras, un tremendo aporte artístico haber logrado esta intertextualidad de nuestras miradas artísticas diferentes, para proponer una obra de carácter experimental que vendría a mostrar y poner en el punto de mirada, un lugar, una minoría y otra forma más, de ver la vida.

El relato y su contenido se completarán con la mirada y las preguntas de los asistentes.



FICHA TECNICA

La exposición de la Luz que me ciega se realizará en tres salas.

SALA 1: Video arte documental LA LUZ QUE ME CIEGA. (23 minutos)

SALA 2: En esta sala los, las asientes, podrán ver a través de un televisor las entrevistas realizadas al pueblo y lo que la gente del pueblo opina sobre este grupo de personas que ven en blanco y negro.

SALA 3: Exposición de una gigantografía y 10 fotografías, que serán acompañadas auditivamente por el tema musical La luz que me ciega, creado por Michele Espinosa.

El texto poético La Luz que me ciega será proyectado desde el techo al suelo, de manera que los y las visitantes, entren a un lugar donde su ojo sea el lente que vea lo que nosotras como artistas hemos visto al realizar este trabajo:

La multiplicidad de la mirada.

La luz que me ciega, Paz Errázuriz y Malú Urriola

La luz que me ciega Museo Arte Contemporáneo

Paz Errázuriz-Malú Urriola

Inauguración jueves 16 de diciembre 2010
Museo de Arte Contemporaneo MAC
Parque Forestal S/N
Metro Bellas Artes

En La luz que me ciega convergen varias artes: La fotografía, el video documental, el video arte digital, la música y la escritura poética que reflexiona y cuestiona el tema de la mirada, sus alteraciones, su eventual pérdida en el marco de una sociedad bombardeada por la imagen como espectáculo. Los dispositivos plásticos y la poesía se integran, para articular una obra multidisciplinar que mezcla y tensa críticamente lo local ...con lo global desde una reflexión a dos voces sobre el sentido y el sinsentido del ver en la sociedad contemporánea.

El trabajo se fundamenta en personas que sufren de acromatopsia, que consiste en ver en blanco y negro, y para quienes el concepto de gris no sólo no existe, sino que es tan irreal como el resto de los colores. “Este trabajo no pretende ser un ejemplo de cómo personas con ciertas características no normales de visión pueden interactuar en circunstancias adversas y diversas. Por el contrario, nos preguntamos si ver en blanco negro será necesariamente una anomalía, una enfermedad sin cura, o es tan sólo otra forma de ver”, reflexionan las autoras.

El video cuenta con la colaboración de Carolina Tironi, quien además, diseñó el libro Catálogo.

La música de la muestra fotográfica fue compuesta por Michele Espinosa.

Esta muestra se inaugura en el MAC el 16 de diembre del 2010 a las 19:30 hrs y estará abierta al público hasta el 23 de enero del 2011.