En pequeños poblados, uno de ellos con el nombre elocuente de “El Calvario”, ubicado cerca de la localidad de Paredones, (también nombre elocuente que cita la imagen de gruesas paredes) en la zona centro sur de Chile, en medio de un territorio fundamentalmente agrícola, un conjunto de sus habitantes, experimentan, en sus cuerpos, los cuerpos de sus antecesores. Los portan organizando un apretado nudo histórico, como si el tiempo se no fuese más que una mera repetición interminable de sí mismo.
Me propongo pensar aquí una “visión” (sigo el hilo del relato visual) inestable, conjetural, acerca del trabajo-video realizado por Paz Errázuriz y Malú Urriola, con la colaboración de Carolina Tironi. Una lectura que busca poner de relieve las conexiones que suscitan el ojo y la mirada en el interior de la cultura, especialmente, la que proviene de la tradición literaria. Me interesa explorar el particular parpadeo de sus protagonistas (los dos jóvenes campesinos) como suspensión de una información crucial pero que, en la profusión de ese exacto parpadeo, es posible asumir que a la codificación orgánica se pueden anexar múltiples componentes simbólicos.
Me pregunté dónde se estableció el primer nudo, ese principio fundacional que desencadenó el “mal de ojo” que afecta a numerosos vecinos de los poblados. Porque, entre el drama concreto de estos cuerpos, habría que tender un puente hacia producciones artísticas que elaboraron campos textuales o visuales para explorar en ellos el ojo y su condición fundamental. El ojo en tanto sede para establecer tejidos sociales y afectivos.
Como cuerpos “excepcionales”, los protagonistas de estas presencias singulares y minoritarias, viven sus (difíciles) vidas, pero también sus existencias están allí para revivir un momento confuso o complejo en que la norma hubo de castigarlos de manera visual.
Busqué asociar esos cuerpos “culturalmente” a producciones simbólicas para así desplazarlos de su realidad más concreta. Quise también incrementar literariamente sus biografías como una manera de traspasar el silencio y la cuota de abandono en que transcurren. No pude sino pensar que ese abandono social podría entenderse como la ceguera de un grupo considerable de vecinos “sanos” que no quisieron ver ni menos comprender la cegazón de una familia -ya no se sabe cuál, ni es posible determinar cuándo se precipitó el inicio del mal- sí, el mal de una familia, digo, que emprendió un camino que iba a dejar una huella orgánica imborrable y perpetua que poblaría ambiguamente los cuerpos y la historia más íntima del lugar.
No se sabe cuándo empezó este relato que ahora, los últimos protagonistas, deciden actuar frente a una cámara para re-producir ese momento primigenio que parece clausurarse justamente porque ya ha sido documentado o escrito en esta nueva tecnología: el libro visual. El relato de cuerpos provincianos que, en un minuto, en un tiempo impreciso, desanudaron los deseos más controlados por las normativas. Después de la ruptura dieron a luz una genética propia que extendió hasta el paroxismo el signo de lo que parece un castigo. O quizás, a través de los ojos, se expresó, a lo largo del tiempo, un reconocible signo trasgresor familiar que quiso mostrar ejemplarmente el costo de la ruptura del tabú más universal y estable.
Actúan frente a una cámara que los funda como tragedia, pero que también los devela como irrenunciablemente vivos, humanos. En ese choque temporal donde se reúne una antigüedad que no se puede dimensionar junto a una tecnología que necesita desesperadamente de la imagen para congraciarse con lo que marcará la velocidad del futuro, los jóvenes protagonistas comparecen frente a la cámara para conformar un reconocible archivo que contiene lo que vela el territorio para no atormentar al aparato social.
La cámara se deja caer sobre estos jóvenes y los convierte en dilemas, en cifras. El efecto de la cámara vuelve sus rostros tremendamente elocuentes y precipita ese momento en que el asombro ante la existencia humana rompe la naturalización con que aceptamos la norma.
Nada parece completamente finito. Detrás de un paisaje que carece de un aura propagandística, fuera de los catálogos del turismo y de la belleza, se aloja lo inesperado. En un alejado paisaje rural, en el extremo sur del mapa americano, ocurre el acto de ese ojo que nos convoca y nos impulsa precisamente a abrir los ojos para comprender que la condición humana y los hitos literarios ya han establecido sus paralelas irrenunciables.
La escritura de un hito o de un mito no cesa de fluir, está allí, todavía parapetada en ese borde que parece no terminar nunca. La literatura nos asalta y se rescribe de manera permanente en la historia de cada uno de los porvenires. En cierto modo ni termina ni cambia. Independientemente de las agitadas tecnologías o la manera en que nunca ha cesado la explotación masiva de la población del mundo, el pensamiento plagado de deseos y preparado para la sublevación de los pactos sociales, no deja de impactar por su renuencia al acatamiento. Las advertencias y cada una de las leyes punitivas parecen estar allí para ser no sólo desobedecidas sino además pulverizadas por las prácticas de ciertas minorías indomables. Pero la literatura escribió hasta los más ínfimos pormenores de cada insurrección y de las marcas que han dejado las heridas.
Sin embargo la ley es la ley y se mide consigo misma.
El peso de la ley con la que se han investido las sociedades para otorgarse solemnidad y permanencia, termina por aplastar las revueltas. La ley se erige para impedir un desorden crónico que podría explosionar las bases de los entendimientos con que las diversas cúpulas dictaminan los acuerdos desde los que manejan el orden del mundo.
La ley es la ley.
Y en el parpadeo de los jóvenes que asoman gracias al poder que les otorga la cámara está impresa una desobediencia. A la ley.
Tal como si el designio fundador de la cultura no hubiese sido advertido, estos jóvenes parecen modular con un tono definitivo (emulando una partícula de Edipo) la negación del color en la mirada. O más bien se encarna en ellos una mirada única, singular, que se resta al color y únicamente se permite explorar la incomodidad del exceso de luz o la relativa paz de la penumbra.
Sus miradas arcaicas los someten a una forma de tonalidad desoladora que los dioses inscribieron para siempre en sus biologías. Una forma de pesar o una cita a una escritura anterior, una cita a ese Edipo, el más antiguo de todos, aquel que quiso esquivar el inamovible designio que le dictaminó su Oráculo y que le resultó completamente aberrante pero que, en la locura de una huída que quebraba el pacto en que habitaba, lo llevó directamente al escenario que ya había sido advertido por la furia de unos dioses que no eran proclives a la conmiseración.
La ceguera de Edipo lo antecedía cuando no entendió o no quiso entender que las pulsiones eran ciegas, que la vida entera se iba a precipitar en un instante que ya estaba impreso en su deseo o en el deseo de su deseo. Pulsiones encarnadas en Edipo que quizás ensoñó una mirada que sólo podía expandirse en la penumbra más privada de una alucinación repetida. Siguió obsesivamente un deseo carente de fronteras que, más adelante, en una hora que no pudo sino ser infausta, lo llevó a atentar contra sus ojos como una forma muy radical de liberación. De liberación de su propia mirada. Liberación de la culpa de un acto del cual, en una de sus partes, se sentía completamente inocente y, aún más, gozoso.
Edipo trazó la ruta más biológica en sus hijos culturales, justo cuando ya había construido su monumento al pesar humano ¿Qué hacer con un hijo ciego? Esa es la pregunta que recurrentemente la cultura se esmera en reparar ¿y qué hacer con el hijo de Edipo que no puede ver más o no puede sino repetir el oscuro parpadeo de sus pulsiones?
Edipo escribió con su nombre y su ceguera lo que todavía no había sido escrito. Puso por escrito el ojo. Ese mismo ojo que muchísimos siglos después George Bataille quiso volver a pensar por escrito, en su “Historia del Ojo” dotándolo de una estética compleja y abstracta. O ese ojo que Buñuel y Dalí, en “El Perro Andaluz” se esmeraron por liquidar hasta su anulación mediante el insoportable y exhaustivo corte que copaba las pantallas.
Pero el ojo fundacional de Edipo, el Rey indiscutido de la ceguera, sigue marcando no sólo el imperio del ojo o, quizás habría que decir, de los ojos y el rumbo del caos familiar. Como las mismas familias ya muy lesionadas, que en el interior de la localidad de Paredones, repiten con una monotonía que podría resultar exasperante su historia del dolor.
Un grupo humano, tan pero tan periférico que con su dolencia ya muy repetida no consigue conmover a la nación. Y no la conmueven porque en Paredones, existe un saber que no termina de modularse. Los secretos agrícolas parecen murmullos indeterminados que cruzan levemente las murallas. Son palabras que abren una cadena de significados muy amplios que no pueden ser completados más allá de lo que parece una secreta o quizás una infame conjetura.
En los cuerpos de los hijos de un Edipo provinciano, laten los secretos de una sociedad cuyo pasado no termina de cerrarse porque los jóvenes que parpadean con otro ritmo y a otra escala, están allí para testimoniar que Edipo se quedó durante mucho tiempo cuando emprendió un viaje sin retorno por esos pueblos para insertar una mirada familiar impropia que todavía resuena en las murmuraciones de una comunidad que sabe y que dice a medias aquello que parece innombrable.
O Edipo llegó para quedarse refugiado en la soledad que habitó esos campos. Una soledad tan rigurosamente extendida que convirtió todos y cada uno de los deseos familiares en un universo posible. Sin embargo, el signo más que elocuente de la mirada y su peculiar parpadeo, convirtió a los descendientes en un campo de expiación edípica.
Están enfermos de la mirada. Padecen el mal minoritario que consigna la historia médica del ojo. Ellos ven –por decirlo de alguna manera- de manera arcaica, en un blanco y negro que no puede ser ignorado. Blanco o negro. Ese fue el destino, el oráculo de sus vidas que todavía deja caer la misma letanía sobre el ojo.
Sin embargo en una época tecnológica, aparentemente posedípica, habría que pensar en otras correlaciones ¿Qué pasó en ese alejado lugar chileno ajeno a los juegos más sofisticados de poder?, un lugar marcado por las dificultades, allí, donde la modernización parece no haberse situado a plenitud.
Qué pasó, me pregunto, para producir estos descendientes lejanos de Edipo (en el más amplio sentido del término) dos jóvenes –el hombre ya no puede hablar- que a pesar de experimentar una realidad que resulta incomprensible o quizás demasiado cruel, sobreviven mientras ella canta (como los dioses) el triste relato de un drama idéntico al que habita. Canta una canción en la que relata nuevamente una tragedia similar a la que experimentó el viejo Edipo. Canta su incesto, todos los incestos. La permanencia dramática de lo que finalmente no pudo prohibirse en ella misma retomando la escena fundacional de sus ojos.
Medio ciega, de una ceguera que le fue adjudicada, se torna edípica toda ella. Mientras su hermano, más ciego todavía, más silencioso que nadie, calla lo que vio, apenas, en medio de un parpadeo que seguramente le provocó un sonido gutural de angustia o el único sonido posible, el más gutural de todos por el asombro ante su condición.
Vidas dramáticas, en el sentido más griego del término, pero sin el prestigio de los antiguos reinos muy cercanos a sus dioses y por esa cercanía, consiguieron que una escritura los nombrara y los convirtiera en monumentos culturales.
En la polis griega se estableció también una política del desastre. Esa política le dio estatuto a la antigüedad. Estatuto y gloria. Ahora los hijos más inesperados de Edipo (después que los dioses se retiraron) no tienen nada, nada más que el poder de la cámara que los tornó visibles en medio de un descampado para mostrarlos como el producto de la ceguera de sus padres y de los padres de sus padres alojados en el parpadeo incesante de su hija que canta como lo hizo la antigua poesía. El canto primero.
En el cementerio del lugar, los huesos familiares terminan sus procesos de purificación. La muerte los exculpa de sus excesos y cubre sabiamente los secretos que se llevaron a sus tumbas. Las flores de los visitantes, le rinden un curioso culto. La hija señala la distancia y la cercanía de su padre con su madre. Demasiado cercanos en sus vidas y vecinos en sus muerte. El cementerio acoge el período en que ya todas las pasiones se han consumido y sólo el tiempo se ensaña con los huesos pidiendo su destrucción definitiva con el fin de probar la mortalidad de los mortales y cumplir la profecía del polvo. El trabajo del exterminio final de los huesos parece ser la última tarea que se propone la muerte y su largo proceso aniquilador sobre el que se precipitan los siglos.
Mientras la muerte realiza su trabajo con los cuerpos de los padres, sus hijos, que los han sobrevivido, reconstruyen sus vidas como los huérfanos que son. Vidas huérfanas marcadas por la dificultad para ver exactamente la dimensión del futuro que les espera. Dos hermanos huérfanos obligados a sostenerse a ellos mismos. Nadie quiere al hermano consigo, le pertenece a la hermana que se conduele por su obligación. Su hermano gestual, que está sumergido en esa casa que, a pesar de todo, ha sobrevivido a la muerte y a los conocidos problemas que les ocasiona la luz.
Allí habita el drama contemporáneo, vive y se dispersa entre diversas oscuridades o lo ataca el exceso de luz. La hermana canta al lado de su hermano o quizás le canta a su hermano que está en otra parte, en otra parte de la vida, sumido en un silencio genético que corre celularmente por la pantalla. Su silencio total parece el designio más elocuente después de no se sabe cuántos años de existencia posedípica. Cuántos años que esa genética, esa particular costumbre por la cercanía más impropia se incubó en uno de sus últimos representantes del parpadeo mudo. El hermano resultó irreversiblemente estatuario.
Silente. Final. Su silencio y su ausencia rompen una cadena. Está afuera.
En él, con él, muere Edipo
En ese campo chileno –me refiero también a una porción de sentido- se generó una microcomunidad que muestra y demuestra en cuánto la familia sigue liderando la tragedia. Tal como en la antigua Grecia, todo lo que ocurre está allí en ese centro social: los nudos familares.
Los dos hermanos están allí para testimoniar la muerte de sus padres. Unos padres tan biológicos, tan terriblemente parecidos que tuvieron que morir frente a su hija para que ella finalmente accediera a un tipo de liberación, a una liberación parcial pues sigue prendida o prendada a un canto que resignifica la idea del eterno presente. Su canto, el canto que la presenta ante la cámara, representa, con su poética mexicana, la síntesis de un relato organizado por el infortunio de vidas que no sabían en cuánto estaban ya comprometidas. Vidas incestuosas.
Las casas campesinas parecen la mejor sede para conservar los secretos, su aislamiento es proclive a una privacidad que ya la ciudad no puede permitirse. Pero en los pueblos de la localidad de Paredones, en un siglo signado por la trasparencia, sus “paredes” finalmente se abrieron por fin a la cámara para mostrar el hilo trágico de un pasado que se expresó de manera genética para evocar simbólicamente a Edipo que parece una de las figuras más ejemplares para pensar la conexión entre tiempo y repetición. Para pensar la familia como uno de los destinos más complejos depositados en un alucinado y complejo Oráculo.
Diamela Eltit